Prosiguiendo a la meta
Después que entregamos nuestras vidas a Dios para ser salvas, experimentamos una nueva vida. Empezamos a conocer en profundidad las maravillas de una salvación tan grande y somos provistas del Espíritu Santo quien nos dirige hacia la obediencia a Dios día a día.
Pero no tardamos mucho tiempo en darnos cuenta que en el camino nos topamos con dificultades que nos desaniman y nos hacen dudar y sentirnos un fracaso espiritual:
- Retrasos en nuestra lectura devocional
- Poco o ningún tiempo de oración
- Tentaciones
- Viejos hábitos pecaminosos
- Presión de amigos no creyentes
- Distracciones
- Falta de amor
- Etc.
Es como pensar en la vida cristiana como una carrera de obstáculos, donde a lo largo de la pista se presentan vallas que saltar, fosa y charcos de agua que atravesar, lo que hace de esta disciplina una ardua labor llena de posibles caídas.
¿No saben que en una carrera todos los corredores compiten, pero sólo uno obtiene el premio? (1 Corintios 9:24a, NVI)
Ustedes estaban corriendo bien. ¿Quién los estorbó para que dejaran de obedecer a la verdad? (Gálatas 5:7, NVI)
He peleado la buena batalla, he terminado la carrera. (2 Timoteo 4:7a,b, NVI)
En los juegos olímpicos de 2016, el atleta Mo Farah se tropezó justo cuando iba por mitad de la carrera, incluso otros contrincantes pasaron por encima de él, todos siguieron corriendo pues no había tiempo que perder. Sin embargo, en pocos segundos se incorporó y empezó a acelerar el ritmo dejando atrás a muchos, hasta llegar a la meta. Así logro obtener la medalla de oro.
¿Cómo nos levantamos nuevamente?
¿Qué nos motiva a seguir adelante?
Pensemos en 3 factores que nos ayudan a proseguir hacia la meta a pesar de las dificultades que puedan aparecer en el trayecto. Pero antes, recordemos que nuestro premio no es una medalla, es la vida eterna, nuestra meta es el conocimiento de Dios, es Cristo mismo.
Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. Juan 17:3
1. Arrepentimiento y confesión
Cuando pecamos nos sentimos haber fallado a Dios. El Espíritu Santo nos convence del mal hecho y de inmediato nos inunda la tristeza y decepción. Pero lo hermoso, la buena noticia del evangelio es que no tiene porque ser así. Podemos levantarnos por los meritos de Cristo.
En lugar de hundirnos en el remordimiento, Dios nos concede arrepentimiento. Nos da la oportunidad de volvernos a él, de volver a retomar la carrera y seguir adelante.
Su cruz nos restaura.
Tenemos la libertad de confesar nuestros errores y pedir perdón a Dios. Contamos con Su fidelidad y justica que nos limpia de toda maldad (1 Jn 1:9).
2. Amor y obediencia
El motor que nos impulsa a correr hasta la meta es el amor a Dios. Lo amamos porque Él nos amó primero, porque nos salvó, nos encontró y nos saco del pozo en que nos encontrábamos. Estábamos perdidas sin Él…
Esto es lo que nos lleva a obedecerle.
Saber cuánto ha hecho Dios en nuestras vidas es la principal motivación para la obediencia.
Así que volvemos a la iglesia, después de alejarnos. Volvemos a leer la biblia después de atrasar nuestro plan de lectura. Resistimos las tentaciones. Matamos los viejos hábitos pecaminosos. Eliminamos las distracciones. Aplicamos el amor hacia los demás.
3. Perseverancia
El resumen de todo lo anterior es que perseveramos. Alabamos a Dios porque el caer no somos descalificadas inmediatamente. Por medio de Cristo, nos ponemos de pie, y copiamos su ejemplo. El soportó la Cruz porque puso Su premio por delante, el gozo del deber cumplido, de agradar al Padre.